domingo, 29 de abril de 2012

Nirvana matutino


Entre sueños vagos e imágenes efímeras se vio de pronto en el espejo, con las comisuras de los ojos extrañamente abiertas y rojizas. Llegó a pensar que parecían campos de fútbol sangrantes. Nunca había mirado tan detenidamente esa parte de su cuerpo, y ahora, justamente soñando, se daba cuenta por primera vez. Siguió soñando y pensando en sus meditaciones y chacras, mientras se relajaba conscientemente dentro del sueño profundo. De vez en cuando una oleada de vértigo lo zarandeaba de un lado a otro, causándole náuseas que sin embargo no le hacían vomitar. Todo aquél mejunje tomado en la fiesta permanecía dentro de él.

La asistenta seguía sacando el polvo con la escobilla plumero que habían traído de Marruecos. De vez en cuando pasaba a la terraza para coger el mocho y el cubo, donde estaba él tumbado en la hamaca, desnudo de cintura para abajo, y con un rictus de asco incontenible, pensaba que por lo menos estaría durmiendo la mona hasta mucho más tarde que ella se marchase. Recogió la ropa sucia de su habitación, a punto de vomitar, y pasó por el amplio salón con la mesa maciza de madera tallada y las sillas de roble y cerezo de la más alta calidad. En su vida había contemplado tanto lujo exótico y tantos motivos budistas traídos de lejanos países. En su vida, pensó, había contemplado tanta riqueza unida a todo aquello.

Cuando sumido en sueño profundo lo envolvió la meditación trascendental más reveladora, se dio cuenta que alcanzaba el cénit de la suprema sabiduría, lo que denominaban el Nirvana, y se le volvieron a relajar los esfínteres, esta vez sobre la hamaca. No era consciente, sólo la ensoñación que lo había elevado hasta las cimas más altas del conocimiento. Ella estaba en el salón, junto a la cocina, a más de diez metros, cuando olió el penetrante tufo. Por un momento le dio lástima, como siempre le pasaba. Luego corrió al lavabo  a vomitar. Por lo menos no me va a tocar limpiarlo esta vez, pensó, estoy a punto de plegar y no tengo que recoger las ropas embadurnadas.



Fernando Gracia Ortuño

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El Quijote de Avellaneda

Yo creo que Cervantes fue la reencarnación en el Siglo de Oro del Job bíblico. En efecto, cuánta paciencia no habría de tener el pobre y arruinado escritor al comprobar que lo poco de gloria, -que no pecunio, que todavía fue menos-, que alcanzó su primera parte del Quijote, enseguida, (antes de verse obligado a publicar la segunda), se vio empañada por la proliferación de plagios y andanzas ajenas y advenedizas que los escritores de la época comenzaron a inventar sin la magia ni el ingenio, sin los instrumentos básicos de la caracterización tan peculiar y profunda de sus dos protagonistas. Los falsos Sanchos y Quijotes entonces comenzaron a abundar para aprovechar el filón de fama creado por Cervantes. Habría mucho que hablar al respecto, y no tengo ganas, la verdad, si quieren lean y comparen vds mismos, además de lo mucho que ya se ha debatido, la copia más famosa de Avellaneda, todo el mundo lo sabe en el mundo de las letras, no admite la más mínima comparación con el original. Avellaneda no le llega ni a la suela de los zapatos a Cervantes, con su Sancho pazguato y verdadera e increiblemente tonto, y con su Quijote relamido, desamorado y convencionalmente religioso. Cuando comienzas a leer el Quijote de Avellaneda, después de leer el auténtico, lo tiras lejos, y no lo vuelves a mentar en la vida más que para escarnecer al autor oculto bajo el pseudónimo de Avellaneda. En efecto, para ser escritor auténtico, primero uno tiene que haber vivido, tiene que haber interiorizado sus propias experiencias, y luego, hay que aprender una norma básica, y es que la originalidad no se hace ni se crea a partir de los originales ya plasmados por otros. La originalidad, como el estilo, son únicos, y hay que buscarlos y trabajarlos a partir de la propia experiencia. Creando algo que nadie antes creo.

Fernando Gracia Ortuño

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domingo, 22 de abril de 2012

Famoso


Siempre lo reconocían en los aeropuertos, las chicas, que trataban de abalanzarse sobre él para el autógrafo. Como era tan elegante y en las telenovelas fingía tanta pasión, le identificaban inconscientemente con el amor. A lo mejor luego no hubieran sabido qué hacer, pero la perspectiva las hacía soñar. Claro, esto multiplicado a la séptima potencia por sus obligaciones, le sobrepasaba. No daba abasto. Le hubiera gustado multiplicarse. Satisfacerlas, pero no podía ser. Esto le hacía pensar: tantas fans ansiosas por conocerle mejor. Por fin se decidió a viajar a un lugar remoto y paradisíaco oculto del mundo. La prensa rosa no conocía su ubicación en el mapa. Había pasado un mes. Tenía que salir del hotel a cenar. ¡Y ahí llegaba gritando una en el restaurante, levantando la liebre…!¡No!, pensó ¡Otra vez la multitud encima, histérica. Los guardas le tiraban de la ropa a la chica, hasta dejarla sin pantalones, pero ella persistía tenazmente, como un jabato acorralado tironeando de él medio desnuda, chillando. Luego, de vuelta a su habitación, pensó mucho en la fan aquella, y que estaba aburrido en el hotel, antes de dormirse. Podía tener miles.




Fernando Gracia Ortuño



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sábado, 21 de abril de 2012

La comida


      
Nos habíamos adentrado por la espesura y ya no podíamos volver sobre nuestros pasos. El Cholo, el Quique y yo, todos experimentados escaladores en busca de las cumbres inaccesibles de la montaña sagrada de aquél exótico país desconocido. Vagábamos sin rumbo a través de una intrincada red de manglares, y después por la selva oscura plagada de maleza.
En un momento dado el Cholo decidió seguir la ruta por su cuenta. No pudimos hacer nada por retenerlo. A lo lejos oíamos los tambores de una tribu, a medida que íbamos avanzando. Entonces, en un momento dado, el Quique, alarmado e histérico, quiso volver al campamento.
También lo perdí, sin poder hacer nada, teniendo que continuar solo. Me capturaron los nativos unos kilómetros más adelante, chiquititos y oscuros, con mirar huraño, amenazador. Durante el arresto me temí lo peor, pero en lugar de matarme, por la noche, maniatado, me obligaron a comer, sirviéndome una especie de salsa con costilla picante. Mientras me relamía, chupándome los dedos por el hambre atroz, contemplé horrorizado las mochilas y las ropas de mis amigos allí tiradas, junto a la caldera hirviente de troncos.
Fernando Gracia Ortuño
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miércoles, 11 de abril de 2012

El domador

Hay que tener un par de narices para enfrentarse a ellos cada día. Huelen tu miedo, y están esperando la mínima ocasión para abalanzarse sobre ti cuando estás desprevenido. Ni el látigo ni el estoque que llevamos serían suficientes si tuvieran hambre. Me acorralarían y con sus artimañas bien estudiadas acabarían conmigo en pocos segundos.

Están acostumbrados, llevan millones de años en la sabana estudiando sus estrategias y poniéndolas en práctica frente a las cebras o los bisontes, que también han aprendido a sortearlos de mil formas diferentes.

Pero estos leones son especiales, me conocen, han aprendido a oler mi inseguridad, y si no fuera porque los conozco yo también y los he estudiado a conciencia, ya habrían acabado conmigo. Cuando abren sus fauces y empieza el show parece que saben la expectación que generan frente a su público, que los contempla impresionado y sin aliento, pero sin tener verdadera idea de lo que representa estar aquí dentro encerrado con ellos en una jaula.

Yo sí que lo sé. El día que nadie pudo evitar la tragedia, el público vibró de verdad, cuando devoraron a mi sustituto en un periquete. Por lo visto el mozo encargado de darle de comer por la tarde no lo hizo, porque tuvo que irse a un concierto en el Palacio de los Deportes. Yo contemplé las imágenes aterradoras por televisión. No dejaron nada del pobre domador, y todo frente a millones de personas que se quedaron heladas al verlo, y, lo que es peor, sin mover un solo dedo por la impresión. Claro, estoy cabreado porque me hubiera tocado a mí, de no ser porque también fui al concierto esa noche.

La negligencia del mozo de cuadras, que no le dio de comer a estas fieras, y lo que es pero, seguramente cuando se largó estaba pensando en algún ligue, el bribón. Porque ¡no me puedo creer que uno sea tan despistado...! Yo no sé dónde vamos a ir a parar con esta juventud que tenemos en este país. ¡Parece mentira que encima que ofreces trabajo en un circo, se toman sus obligaciones tan a la bartola...!





Fernando Gracia Ortuño        2004


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lunes, 9 de abril de 2012

Caperucita, Caperucita...

Me gustaría que vierais cómo se mueve Caperucita sobre la pista de baile, con su liguero negro y su caperuza ondulante, chaquetilla abierta y roja que le llega hasta las caderas, sin nada debajo más que el conjunto de las ligas de seda y esas medias negras que esconden el misterio de sus muslos relucientes debajo… Su mirada es una obsesión que se te pega, a pesar de seguir sus movimientos al milímetro, mientras el ritmo de la música la mece, Caperucita está en ellos y esos ojos forman un conjunto con el todo que la ensalzan a la locura. Un gruñido soterrado me estremece cuando la miro bailar así. Porque sé que será mía en poco tiempo.

El bosque de cuerpos bailando sobre un haz de luces multicolor me impide a veces seguirla en todos sus movimientos. Unos segundos. De pronto se abre un claro y aparece otra vez frente a mí, bailando de esa manera extasiante que todo lobo debiera conocer por lo menos en la imaginación antes de morir.

Sé que tiene que acudir a la barra a beber antes de abandonar el local. Lo sé. Y la espero. Llega a mi lado, y parece que no quiere reconocerme, por pudor. En realidad Caperucita lo sabe quién soy. Todo el mundo me conoce en la discoteca. Soy el lobo. Y las chicas saben para qué vengo aquí al bosque de luces a mirar y bailar con ellas, a encandilarlas para llevármelas, cuando sean las doce, a mi catre de la floresta.

Mucha gente me señala con el dedo por esto, pero sé que secretamente sueñan ellos también con Caperucita y una noche romántica con ella. ¡Para qué mentirnos! Luego la envidia los corroe. Cuando se enteran que otra chica hermosa ha caído en mis garras y si te he visto no me acuerdo. Los corroe por dentro, lo sé, a los envidiosos sobre todo, y a los celosos enamorados de Caperucita como yo.

Cuando acabo de darle un segundo trago a mi cubata, inmerso en estos pensamientos, Caperucita me mira con genuina curiosidad. Ahora sí acaba de reconocerme. Pero su mirada en lugar de asustarse, se ha vuelto fresca y dulce como la de la mañana. Me habla, y yo le contesto con voz ronca, en realidad mis pensamientos van por otro lado, pero  trato de ser los convencionalismo previos y necesarios para llevármela a la cama lo antes posible. Ella sonríe, recordando no sé qué sobre la pista, cuando los chicos la rodearon y comenzaron a hacerle sonrisitas cómplices. Yo no hice nada por salvarla, ironiza… Si tú supieras, pienso, entre dientes afilados y fauces contraídas, lo que haría con ellos…

Sé que como sigo tu discurso a la perfección, esta noche te vendrás conmigo, Caperucita. Claro, primero tienes que tomarte tu cubatito, achisparte, reír, reír mucho conmigo y mis bromas, embriagados por mis chistes y mis aduladores cariños y pellizcos que pienso darte, sin escatimar ni uno. Por supuesto.

Sí, una noche por lo menos, antes de morir, estarás en mi lecho, Caperucita. Luego los envidiosos de los hombres vendrán a matarme, me acorralarán, ellos tan seguros de mi injusta barbarie y brutalidad, para matarme, claro, con tu abuela chismosa y reprimida a la cabeza de todos gritando: “¡Al lobo, al lobo! ¡Que nos quita la pureza! ¡Al lobo, al lobo!”

Pero Caperucita, antes de ese momento fatal, tú y yo habremos danzado sobre las aguas de la felicidad… ¡Caperucita!



Fernando Gracia Ortuño

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martes, 3 de abril de 2012

Firmas de "Y digo yo" en la feria del libro de Sant Jordi, en Barcelona



ALIBRI

Estaremos en el stand de la librería Alibri, en Rambla Catalunya nº 21
Barcelona

A todos aquellos que se quieran acercar, estaremos encantados de firmarle un ejemplar dedicado

Fernando Gracia