Entre
sueños vagos e imágenes efímeras se vio de pronto en el espejo, con las
comisuras de los ojos extrañamente abiertas y rojizas. Llegó a pensar que
parecían campos de fútbol sangrantes. Nunca había mirado tan detenidamente esa
parte de su cuerpo, y ahora, justamente soñando, se daba cuenta por primera
vez. Siguió soñando y pensando en sus meditaciones y chacras, mientras se
relajaba conscientemente dentro del sueño profundo. De vez en cuando una oleada
de vértigo lo zarandeaba de un lado a otro, causándole náuseas que sin embargo
no le hacían vomitar. Todo aquél mejunje tomado en la fiesta permanecía dentro
de él.
La
asistenta seguía sacando el polvo con la escobilla plumero que habían traído de
Marruecos. De vez en cuando pasaba a la terraza para coger el mocho y el cubo, donde
estaba él tumbado en la hamaca, desnudo de cintura para abajo, y con un rictus
de asco incontenible, pensaba que por lo menos estaría durmiendo la mona hasta
mucho más tarde que ella se marchase. Recogió la ropa sucia de su habitación, a
punto de vomitar, y pasó por el amplio salón con la mesa maciza de madera
tallada y las sillas de roble y cerezo de la más alta calidad. En su vida había
contemplado tanto lujo exótico y tantos motivos budistas traídos de lejanos
países. En su vida, pensó, había contemplado tanta riqueza unida a todo aquello.
Cuando
sumido en sueño profundo lo envolvió la meditación trascendental más
reveladora, se dio cuenta que alcanzaba el cénit de la suprema sabiduría, lo
que denominaban el Nirvana, y se le volvieron a relajar los esfínteres, esta vez sobre la hamaca. No era consciente, sólo la ensoñación que lo había elevado hasta
las cimas más altas del conocimiento. Ella estaba en el salón, junto a la
cocina, a más de diez metros, cuando olió el penetrante tufo. Por un momento le dio lástima, como siempre le pasaba. Luego
corrió al lavabo a vomitar. Por lo
menos no me va a tocar limpiarlo esta vez, pensó, estoy a punto de plegar y no
tengo que recoger las ropas embadurnadas.
Fernando Gracia
Ortuño
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