domingo, 29 de abril de 2012

El Quijote de Avellaneda

Yo creo que Cervantes fue la reencarnación en el Siglo de Oro del Job bíblico. En efecto, cuánta paciencia no habría de tener el pobre y arruinado escritor al comprobar que lo poco de gloria, -que no pecunio, que todavía fue menos-, que alcanzó su primera parte del Quijote, enseguida, (antes de verse obligado a publicar la segunda), se vio empañada por la proliferación de plagios y andanzas ajenas y advenedizas que los escritores de la época comenzaron a inventar sin la magia ni el ingenio, sin los instrumentos básicos de la caracterización tan peculiar y profunda de sus dos protagonistas. Los falsos Sanchos y Quijotes entonces comenzaron a abundar para aprovechar el filón de fama creado por Cervantes. Habría mucho que hablar al respecto, y no tengo ganas, la verdad, si quieren lean y comparen vds mismos, además de lo mucho que ya se ha debatido, la copia más famosa de Avellaneda, todo el mundo lo sabe en el mundo de las letras, no admite la más mínima comparación con el original. Avellaneda no le llega ni a la suela de los zapatos a Cervantes, con su Sancho pazguato y verdadera e increiblemente tonto, y con su Quijote relamido, desamorado y convencionalmente religioso. Cuando comienzas a leer el Quijote de Avellaneda, después de leer el auténtico, lo tiras lejos, y no lo vuelves a mentar en la vida más que para escarnecer al autor oculto bajo el pseudónimo de Avellaneda. En efecto, para ser escritor auténtico, primero uno tiene que haber vivido, tiene que haber interiorizado sus propias experiencias, y luego, hay que aprender una norma básica, y es que la originalidad no se hace ni se crea a partir de los originales ya plasmados por otros. La originalidad, como el estilo, son únicos, y hay que buscarlos y trabajarlos a partir de la propia experiencia. Creando algo que nadie antes creo.

Fernando Gracia Ortuño

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