viernes, 8 de marzo de 2019
jueves, 7 de marzo de 2019
Milagro divino
En un momento dado hubo un gran silencio en
toda la vastedad de la plaza, como si fuera a ocurrir algo muy grave de un
momento a otro. Como una extraña premonición, sólo se podía oír el zumbido de
las abejas, lo que aprovecharon los magistrados allí presentes para, subiéndose
a las balconadas papales del Palacio Pontificio, desde lo alto
del imponente púlpito, iniciar una perorata muy formal que a la postre
acabó con el dedo acusador sobre el reverenciado papa, excomulgándolo
formalmente. Esto nadie se lo había esperado, era demencial, sonó como un jarro
de agua fría generalizado, infame y bochornoso.
Sí, creanme: Interrogaron primero, para luego
acusar al sistema católico allí representado de fastuoso y lucrativo. Nadie daba
crédito, sonaron casi imperceptibles, desde el subrepticio silencio, los ohs y
los ahs asombrados de la multitud, era algo inaudito, las tímidas protestas de
la gente allí congregada no tardaron en transformarse en algo mucho peor,
levantando a la postre un revuelo ensordecedor que se fue extendiendo por las
calles adyacentes hasta formar un auténtico pandemonio.
Los comisionarios al final, en un acto de
lo más sacrílego, excomulgaron al mismo Papa electo tachándolo de lujoso,
junto con una inmensa tropa de cardenales pomposos que no daban crédito,
exorbitando mucho los ojos, y como negándose a formar parte de semejante
espectáculo vergonzante.
Yo miraba a la gente de un lado para otro
como enloquecida, me negaba a creer aquello que veían mis ojos, me los frotaba por
eso una y otra vez hasta coger una conjuntivitis, me limpiaba una y otra vez las orejas por si
lo que estaba escuchando era real, aunque sin dar verdadero crédito a lo que a
la postre, en realidad, tenía que reconocerlo, estaba escuchando realmente, no salía de mi estupefacción
e incredulidad. Pero por lo visto no era el único, porque la gente a mi lado
reaccionaba de las mil formas más extrañas y asombrosas que se pudiera uno
imaginar. Unos salían corriendo de allí escopeteados, otros comenzaban a
vociferar y parecerían buscar objetos para lanar contra los comisionados,
otros, por el contrario, se tumbaban riendo, estupefactos, como si lo que
estuvieran contemplando fuese una película de humor retorcido, estaban tan
sumamente sorprendidos de todo aquello que de repente se echaban al suelo repantigándose sobre las
escalinatas para después ponerse a comer palomitas con una sonrisa estúpida en
la boca, pareciendo del todo alelados, allí, comiendo palomitas, bebiendo y
riendo, mirándose incrédulos los unos a los otros, enajenados o irreverentes.
Tanta era su pasmosidad pastosa y etílica que llegaban incluso a carcajear.
Otros se enfurecían con las fuerzas del orden, pues lo consideraban a todas
luces una injusticia, y por eso empezaron a tirarle todo tipo de objetos a los
guardias armados, desde cascotes a vasos de bebida o botellas de plástico para
provocarlas.
Los comisionados, sin embargo, que esa
misma guardia protegía, comenzaron a interrogar a esa ingente cantidad de
prelados suntuosamente ataviados, acusadoramente, con altavoces y
megáfonos de mano, y el Papa, ocultándose entre las altos y lujuriosos
cortinajes de seda color púrpura parecía no querer hablar al principio, pero
teniendo que responder al final, les contestaba a cada pregunta, a
regañadientes, sumamente abochornado, intentando defenderse infructuosamente
con su respectivo megáfono. “¡Toneladas y toneladas de oro!”, retumbó en el
aire a través de los inmensos megáfonos colocados en todas las esquinas. El
abochornado Papa contestaba ahora como haciendo pucheros, y llegó un momento en
que, entre vítores y gritos acusadores, se puso a gimotear, llorando por la
humanidad; la mayoría de las veces lo hacía con monosílabos. "¡Sí,
no, bueno, es que, los paraísos
fiscales..., todo este tinglado ya estaba, sabe, desde hace... ¡puff!, la de
tiempo, pero no hay duda, que, efectivamente” “¡Se vive bien... claro!,
dignatario." sonaba bronco el altavoz, mientras el sumo Pontífice lloriqueaba
por el balcón. Entonces, como preso de súbita angustia, avergonzado en grado
sumo y sobrecogido in fraganti, no podía, no podía hablar claramente, eso saltaba
a la vista, se puso a berrear espantosamente a través de los altavoces, sin
darse cuenta.
Los comisionados y los magistrados de la
Unión Europea, en un momento dado, excomulgaron y arrestaron al Papa, en primer
lugar; y luego, después de dar la orden a los policías, con todas las
consecuencias de carreras y arrestamientos, tropiezos y caídas alborotadas,
detuvieron sin compasión a los demás prelados, cardenales y obispos allí
presentes. Todo sin mucho boato, claro. Cuando ya los hubieron esposado a
todos, los acusaron públicamente de cohecho y manipulación de bienes
humanitarios, y les expropiaron de todas esas ingentes riquezas y cuentas en el
extranjero, con el fin de cederlos a obras sociales en todo el orbe. De
hecho, sirvieron después para erradicar el hambre en el mundo, como enseguida se
supo por los medios de comunicación mundiales.
El estruendo en esos momentos en la plaza,
no obstante, se hizo insoportable. Hubo golpes y encontronazos violentos entre
los que se decantaban a favor y los que se declaraban en contra. Se hicieron
barricadas y muy pronto los contenedores estuvieron incendiados e hizo acto de
presencia la fuerza armada de élite y el ejército italiano. En un momento
dado, cuando se llevaron al Papa esposado, pude irme del lugar, con mucha
dificultad y tropiezos entre la multitud. La gente había acabado de
enloquecer y muchos aprovecharon la ocasión para festejarlo, emborrachándose
según era costumbre.
Esa misma noche apenas tuve tiempo de coger
un último vuelo hacia Barcelona. Cuando llegué a mi barrio, escuché, a través
de las televisiones de los bares camino a mi casa, entre miles de gritos y
coreos a la selección, que ésta acababa de marcar frente a otro equipo. La
multitud que se congregaba en los garitos se entretenía con el partido, bebiendo
cerveza y degustando las típicas tapas españolas, y en medio del tumulto, hasta
hacer temblar las paredes, un estruendo espantoso gritaba por todo el país
hasta romper los tímpanos. El Papa, seguramente, pensé, en esos momentos, estaría
meditando en alguno de esos calabozos de las comisarías italianas acerca de su
futuro más inmediato, a la espera tal vez de un milagro divino.
Fernando Gracia Ortuño
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