jueves, 7 de marzo de 2019

Milagro divino



 No estoy seguro de que no fuera un sueño. Estaba en Roma, en la Piazza San Pedro, con toda esa ingente cantidad de gente que daba la vuelta a cien manzanas de edificios, y allí en la calle, donde había por lo menos cinco millones de peregrinos venidos de todos los rincones del mundo, entre autoridades, políticos, cardenales y magistrados de la UE, no se podía respirar; lo recuerdo muy bien en el sueño, porque yo mismo tuve que despertarme a la fuerza, si no quería morir asfixiado. Varios cientos de personas se desmayaron, y los servicios de atención al peregrino estaban colapsados, junto con los puestos de la cruz roja, pero el boato y la pompa en aquella plaza no tenía límites y seguía como si se tratara de cualquier día festivo. Yo, en el sueño, lo recuerdo muy bien, estaba  a punto de una apoplejía de pura y diáfana devoción celestial, no era ningún sueño para mí tal como lo estaba viviendo, era cierto y real como la vida misma.

    En un momento dado hubo un gran silencio en toda la vastedad de la plaza, como si fuera a ocurrir algo muy grave de un momento a otro. Como una extraña premonición, sólo se podía oír el zumbido de las abejas, lo que aprovecharon los magistrados allí presentes para, subiéndose a las balconadas papales del Palacio Pontificio, desde lo alto del imponente púlpito, iniciar una perorata muy formal que a la postre acabó con el dedo acusador sobre el reverenciado papa, excomulgándolo formalmente. Esto nadie se lo había esperado, era demencial, sonó como un jarro de agua fría generalizado, infame y bochornoso.
    Sí, creanme: Interrogaron primero, para luego acusar al sistema católico allí representado de fastuoso y lucrativo. Nadie daba crédito, sonaron casi imperceptibles, desde el subrepticio silencio, los ohs y los ahs asombrados de la multitud, era algo inaudito, las tímidas protestas de la gente allí congregada no tardaron en transformarse en algo mucho peor, levantando a la postre un revuelo ensordecedor que se fue extendiendo por las calles adyacentes hasta formar un auténtico pandemonio.
    Los comisionarios al final, en un acto de lo más sacrílego, excomulgaron al mismo Papa electo tachándolo de lujoso, junto con una inmensa tropa de cardenales pomposos que no daban crédito, exorbitando mucho los ojos, y como negándose a formar parte de semejante espectáculo vergonzante.
    Yo miraba a la gente de un lado para otro como enloquecida, me negaba a creer aquello que veían mis ojos, me los frotaba por eso una y otra vez hasta coger una conjuntivitis,  me limpiaba una y otra vez las orejas por si lo que estaba escuchando era real, aunque sin dar verdadero crédito a lo que a la postre, en realidad, tenía que reconocerlo, estaba escuchando realmente, no salía de mi estupefacción e incredulidad. Pero por lo visto no era el único, porque la gente a mi lado reaccionaba de las mil formas más extrañas y asombrosas que se pudiera uno imaginar. Unos salían corriendo de allí escopeteados, otros comenzaban a vociferar y parecerían buscar objetos para lanar contra los comisionados, otros, por el contrario, se tumbaban riendo, estupefactos, como si lo que estuvieran contemplando fuese una película de humor retorcido, estaban tan sumamente sorprendidos de todo aquello que de repente  se echaban al suelo repantigándose sobre las escalinatas para después ponerse a comer palomitas con una sonrisa estúpida en la boca, pareciendo del todo alelados, allí, comiendo palomitas, bebiendo y riendo, mirándose incrédulos los unos a los otros, enajenados o irreverentes. Tanta era su pasmosidad pastosa y etílica que llegaban incluso a carcajear. Otros se enfurecían con las fuerzas del orden, pues lo consideraban a todas luces una injusticia, y por eso empezaron a tirarle todo tipo de objetos a los guardias armados, desde cascotes a vasos de bebida o botellas de plástico para provocarlas.

    Los comisionados, sin embargo, que esa misma guardia protegía, comenzaron a interrogar a esa ingente cantidad de prelados suntuosamente ataviados, acusadoramente, con altavoces y megáfonos de mano, y el Papa, ocultándose entre las altos y lujuriosos cortinajes de seda color púrpura parecía no querer hablar al principio, pero teniendo que responder al final, les contestaba a cada pregunta, a regañadientes, sumamente abochornado, intentando defenderse infructuosamente con su respectivo megáfono. “¡Toneladas y toneladas de oro!”, retumbó en el aire a través de los inmensos megáfonos colocados en todas las esquinas. El abochornado Papa contestaba ahora como haciendo pucheros, y llegó un momento en que, entre vítores y gritos acusadores, se puso a gimotear, llorando por la humanidad; la mayoría de las veces lo hacía con monosílabos. "¡Sí, no, bueno, es que, los paraísos fiscales..., todo este tinglado ya estaba, sabe, desde hace... ¡puff!, la de tiempo, pero no hay duda, que, efectivamente” “¡Se vive bien... claro!, dignatario." sonaba bronco el altavoz, mientras el sumo Pontífice lloriqueaba por el balcón. Entonces, como preso de súbita angustia, avergonzado en grado sumo y sobrecogido in fraganti, no podía, no podía hablar claramente, eso saltaba a la vista, se puso a berrear espantosamente a través de los altavoces, sin darse cuenta. 
    Los comisionados y los magistrados de la Unión Europea, en un momento dado, excomulgaron y arrestaron al Papa, en primer lugar; y luego, después de dar la orden a los policías, con todas las consecuencias de carreras y arrestamientos, tropiezos y caídas alborotadas, detuvieron sin compasión a los demás prelados, cardenales y obispos allí presentes. Todo sin mucho boato, claro. Cuando ya los hubieron esposado a todos, los acusaron públicamente de cohecho y manipulación de bienes humanitarios, y les expropiaron de todas esas ingentes riquezas y cuentas en el extranjero, con el fin de cederlos a obras sociales en todo el orbe. De hecho, sirvieron después para erradicar el hambre en el mundo, como enseguida se supo por los medios de comunicación mundiales.
    El estruendo en esos momentos en la plaza, no obstante, se hizo insoportable. Hubo golpes y encontronazos violentos entre los que se decantaban a favor y los que se declaraban en contra. Se hicieron barricadas y muy pronto los contenedores estuvieron incendiados e hizo acto de presencia la fuerza armada de élite y el ejército italiano. En un momento dado, cuando se llevaron al Papa esposado, pude irme del lugar, con mucha dificultad y tropiezos entre la multitud. La gente había acabado de enloquecer y muchos aprovecharon la ocasión para festejarlo, emborrachándose según era costumbre.
    Esa misma noche apenas tuve tiempo de coger un último vuelo hacia Barcelona. Cuando llegué a mi barrio, escuché, a través de las televisiones de los bares camino a mi casa, entre miles de gritos y coreos a la selección, que ésta acababa de marcar frente a otro equipo. La multitud que se congregaba en los garitos se entretenía con el partido, bebiendo cerveza y degustando las típicas tapas españolas, y en medio del tumulto, hasta hacer temblar las paredes, un estruendo espantoso gritaba por todo el país hasta romper los tímpanos. El Papa, seguramente, pensé, en esos momentos, estaría meditando en alguno de esos calabozos de las comisarías italianas acerca de su futuro más inmediato, a la espera tal vez de un milagro divino.

Fernando Gracia Ortuño