Ed se ha acercado a la mesa para
ver lo que pasaba. No estábamos peleando. Simplemente discutíamos animadamente
acerca de lo ocurrido en el trabajo por la mañana. Su talante callado y frío se
muestra tan escéptico y calculador que intimida. Recuerda a un francotirador
alemán de una película que vi hace años, y por eso no me da buena espina verlo
aquí en estos momentos. Pero tiene algo en su mirada que luego tranquiliza. No
sé, tal vez su forma de gesticular influye también, tan parca como sus
palabras. A veces los de seguridad tienen algo de bravucones que los
descalifica al momento, en un segundo nada más. Nosotros dos estábamos hablando
de la empresa, le digo para evadir la situación. Esto es algo que no podemos
exponer ante él para explicarnos. Ahora es demasiado tarde. La música sigue
zumbando. Ed nos mira y sonríe levemente antes de marcharse. Me parece que lo
que le he explicado le importa un pimiento, si es que se ha dignado en
entenderlo. Su mirada es inescrutable. No dice nada más. Se ha largado. Lo hace
con un gesto premonitorio tan característico, como diciendo: “Hasta la próxima,
gachones, que lo sé que habrá una”
Luego le digo a mi compañero, que
mejor no discutamos en este bar. Al instante se levanta y aprovecha para irse
al lavabo. Esperaremos un poco más a que se anime la noche, me digo. Es el BV80
y estoy harto de tanto gritar para sobreponerme al sonido de la música. Las
cuerdas vocales necesitan un buen trago. Me pido otro cubata y sin querer me
abismo en la música que me gusta, en ese pozo de siempre de mis pensamientos,
como hago cuando algo importante me preocupa. Esa mirada involuntariamente
feroz del tipo éste, el Ed, aparece primero, y luego toda la bronca en el
trabajo desfila ante mí segundo a segundo, con una memoria del detalle que ya
quisiera para sí muchos historiadores. Me siento impotente de no haber podido
convencer a mi compañero, y el cabrón me hay traicionado frente al jefe, con
toda la desfachatez del universo. Es un hijo de la grandísima. Me pregunto qué
habría hecho Ed en esa misma situación. Se lo hubiera fundido, seguro, delante
del jefe lo hubiera machacado, lo hubiera reducido a la nada. Pero yo, que soy
además un calzonazos en la casa, no puedo ni siquiera regir mi vida laboral
decentemente. Todo el mundo me toma el pelo, ser ríe de mí hasta el apuntador y
el novato de turno recién llegado a la fábrica me toma el pelo, como se chancea
uno del aprendiz que no sabe nada todavía y ya se ha fijado en tu inseguridad.
Pero Ed seguramente hubiera sabido
reaccionar bien, hubiera plantado cara y luchado como un león para dejar las
cosas en su sitio. No, claro, no se hubieran salido con la suya el jefe y este
individuo. Junto con los demás compañeros, ahora quieren convencerme de que
deje las cosas como están en la fábrica, y que cada cual contemple la guerra
según le va. Pero no es tan fácil una cosa así. Ha llegado demasiado
lejos. La música sigue sonando, pero
todavía no me consuela ni un ápice. Estoy contrariado, y el recuerdo de Ed se
remonta a mi infancia. Traído por las brumas del pasado, aparece el padre de mi
amigo de pronto en la memoria, con su halo de leyenda metálica. Ed comparte con
él los mismos rasgos. Representa la personalidad acendrada, hermética y severa
del que nada teme. Con su solemne carácter contenido, recuerdo lo que mi mejor
amigo me contaba de su padre, las hazañas dirimidas con el camión, las hostias
con la gente en discusiones de tráfico legendarias donde siempre ganaba él, y
esa chocante sensación de su sola mirada intrépida, analizando el escenario
concreto antes de actuar, como una fiera que calcula la distancia que le separa
de su presa y el punto exacto para desplegar el ataque
Estoy convencido que Ed nunca se
hubiera dejado torear de esa manera, me digo mientras llega mi compañero con un
cubata en la mano, sonriendo victorioso porque ha visto unas titis bailando con
miradas tentadoras en la pista de baile. Tengo que aprender a desconectar del
trabajo, me vuelvo a decir por enésima vez. Lo que ha pasado es una tontería,
me repito. Me levanto sin decir palabra y me dirijo a la pista. Quiero ser como
tú, Ed, atraerlas como imán igual que haces tú, brillar implacablemente así
cual tú haces, sin darte cuenta… Sí, amigo, voy a ensayar esa mirada intrépida
frente a una de estas bellezas danzantes, y después al fin podré desconectar de
una puñetera vez de todo el infierno que me ahoga. Ahora tengo que ser
francotirador, Ed. Sí, claro, no hay más remedio… Y localizar inmediatamente a
la más potente de entre todas las titis que ahora bailan como diosas terrenales
sobre la pista de color. Si no nunca podré desconectar.
Fernando Gracia Ortuño
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