sábado, 25 de enero de 2014

Los ciborg oteadores del amor


Cae la tarde violeta, y la noche, con su manto de estrellas, se adueña paulatinamente de la mega-metrópoli industrial, mientras más 250 millones de almas, ocultas en centenares de quilómetros cuadrados de nichos de feldespato, mica y asfalto, tratan de dormir entre tinieblas de pesadilla, oscura como el metal galvanizado del futuro de sus existencias de soplo. Los robots de la UE, encabezada por la Markel, terrateniente burócrata de ojos fríos de hielo de la tecnocrática Káiser Punch europea, gobiernan la ciudad.
Son millones y millones de circuitos comerciales electromagnéticos los que dominan con sus programas informáticos de última generación para mantener a la población ocupada o bajo control. Cada noche, desde el funicular que conecta el Castillo de Montjuich con el Ciborg Pantocrátor del Templo del Tibidabo, los Hornos Ratzinger de última generación son transportados por los cables teleféricos hasta la Urbe Hospital Beneficencia del Valle Zafa Rank Xerocs.
Cada vez son más los desocupados, y el control de las masas desempleadas y famélicas se hace cada vez más difícil. Pero los nuevos hornos industriales, con sus ametralladoras de última generación controlan cualquier desmán sedicioso desde el aire. Están programados para ello, como los robots militares y los robots que controlan el aire.
Una noche, uno de estos hornos Ratzinger de última generación, con su mono-prismático electrónico, divisó una pareja sospechosa desde lo alto del cableado del funicular, y le preguntó a su compañero de cable si los desintegraban, puesto que parecían muy sospechosos allí en aquél búnker en lo alto del Coll de la Rovira.
A lo que el otro Horno Ratzinger de última generación le contestó que no sabía exactamente lo que estaban haciendo esos dos sospechosos allí a aquellas horas de la noche, posando un labio contra otro, y permaneciendo así abrazados durante largos minutos, contemplando la ciudad después, y emitiendo de noche aquellas extrañas gotas por los orificios pertenecientes a lo que parecían unos ojos de humanos.
Gotas extrañas e inauditas de salitre transparente que resbalaban lentamente por sus mejillas mientras contemplaban la noche violeta y se abrazaban y sonreían después, se volvían a abrazar y permanecían un rato así, perdidos en medio de la noche, con esas gotas y abrazos, miradas y sonrisas del todo sospechosos, que los dos hornos industriales, robots con patas y artilugios y ojos y demás, con sus ametralladoras láser de última generación provenientes de la UE,  -al mando de la que estaba la Markel y sus equipos de rescate-, no podían comprender.
Aquellas cosas eran sólo dos humanos sin empleo ni beneficio, pero hacían cosas del todo extravagantes.

 

Fernando Gracia Ortuño
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jueves, 9 de enero de 2014

El búnker

Encerrada en su búnker había hecho acopio de todos los objetos sustraídos al mundo exterior. Por fin podía estar a solas con ellos. La mayor parte eran libros, recuerdos de familia y otros elementos, adornos, figurillas, mesas, trípodes, la mayoría informáticos, pero también alimentos y una pequeña televisión que la mantenía informada de las noticias que le llegaban del exterior. ¡Ah, aquéllo sí que era vida!
 
Durante toda su existencia había estado soñando con ese momento. Por fin estaba sola, rodeada de sus objetos más queridos. Lo único que lamentaba tras el desastre  nuclear era no haber alcanzado aquél cojín en forma de corazón que tanto le gustaba en la casa de su familia, de un satén brillante y resbaladizo al tacto. Lo que más le había fastidiado siempre en la vida era no hacerse con aquello que le apetecía. Le parecía fantástico por aquél entonces, pero ahora que ya nada importaba, lo echaba a faltar, como si nunca lo hubiera podido tener para ella sola y nada más.
 
Fernando Gracia Ortuño
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