El hijo de Carla es vecino de escalera en esta
inmensa y súper poblada urbe. Tiene sólo seis años, pero cada vez que ve a la
portera de su finca, se pone de súbito a cantar la canción de Café Quijano: óyeme mi Lola, mi tierna Lola, mi triste
vida es tu triste historia, pero qué manera de caminar, mira que soberbia en su
mirar. Es algo extrañísimo, todo el mundo se da cuenta enseguida. Entonces
Carla, sobrecogida por la transformación de la voz, lo coge en brazos,
sumamente sorprendida, para callarlo. Aunque tuviera su gracia, cuando el
puñetero se pone a cantar de esa manera el remate de la canción, ante el
asombro de todos los presentes, llegamos al clímax del pasmo y el asombro
generalizado: Es el tiempo de la arruga, que
no perdona, es el tiempo de la fruta, y la pintura, que no perdona.
Desde el mostrador de conserjería, Lola ni lo oye, o
eso pretende hacernos creer, al girarse y pasar dentro de la portería, pues
sabe que no es de esperar de un niño semejante ingenio y tanto mal deseo al
prójimo, y, además, porque… ¡parece tan encantador! Para Lola la inocencia y la
ternura no podrían reproducir la letra de la canción sino por la memoria y la
pasión por la música de la inocente criatura. Sin embargo, Lola, al escucharla
de boca de aquél niño juguetón, sin quererlo apenas, se remonta a sus años
mozos, cuando comenzaba la carrera que la llevaría a conocer tantos hombres
íntimamente en aquél barrio cochambroso. Claro, aquello es agua turbulenta,
sobre todo pasada, que no se puede detener ahora a considerar mucho rato,
mientras la pareja de madre e hijo suben en el arcaico a chirriante ascensor de
más de cien años.
Lola, la portera,
se pone a pensar al cabo de unas horas. El tiempo ha pasado tan rápido. Y desde
la visión del escalofriante niño la ha hecho meditar sobre el pasado. Por
supuesto, está furiosa. Se detiene a meditar en lo ocurrido con Martín, cuando
Carla lo pilló en la cama con otra. Lola piensa lo que tal vez jamás se le
hubiera ocurrido a Carla en esas circunstancias. Pero sólo un momento, pues
ahora que es mayor también se ha vuelto más moralizante, sobre todo con los
asuntos de los demás. Y pensar en un trío le da cierta pereza. Además, ¡qué
monstruoso, por dios…!
Lo que pasa
en estos casos, es que ahora la Carla le cae fatal, es joven, en plena
efervescencia hormonal, o como lo quieran llamar, y la Lola ya va de camino al desguace
sin ni siquiera poder asirse a un recambio de pago, porque al verla los gigolós ponen pies en
polvorosa, huyendo como posesos, corriendo que se las pelan sin apenas esperar
a ver el dinero. ¡Pero mira que hay que ver lo caradura que es el Martín! ¡Y
ella, qué golfa, qué impúdica, al aguantar sus engaños más flagrantes. Y no
sólo eso, sino al continuar después con él, intentando por todos los medios
solucionar el problema, seguir adelante con su amor, perpetuarlo con él a pesar
de todo, ponerle remedio a la traición de esa manera tan indigna, perdonarlo!
¡Después de la espantosa visión! ¡Oh, Dios…! ¡Y con un niño en medio!
Claro, a Lola,
a su edad, ya todas estas cosas le parecen espantosas, odiosas, escandalosas.
Ya no se acuerda de lo horripilante de la carrera de prostituta, cuando empezaba, y los hombres de entonces, tan rudos
siempre, ni siquiera daban las buenas tardes, iban directos a por faena, sin
precalentamientos, sin delicadezas, sin nada. No sólo no usaban colonia, sino
que en su sordidez se vanagloriaban a gritos, porque todavía no se lavaban como
hoy, y lo veían de lo más normal. No, no había tanta higiene ni tanto control
sobre los aspectos más recónditos y oscuros de la anatomía, y no sólo de la
anatomía, sino de otras cosas mucho peore...
La Lola,
como ella fue prostituta durante tantos años hasta que encontró esta portería y
pudo continuar viviendo del cuento, aferrándose con uñas y dientes a una paga,
un techo y una vida social, lo ve todo desde la óptica más sórdida. Lo que pasa
es que ahora es una mujer respetable.
¡Dónde vas parar! Por eso cuando ve pasar a la que ella llama “La guarra del
quinto primera!” -“Ahí va la guarra del
quinto, que ya llega la guarra, que viene, que baja, ahí viene la guarra, no,
ahora que viene la guarra del quinto, a ver qué dice la guarra, que sube la
guarra del quinto”-, se acuerda del
hecho sin falta: El Martín en la cama con otra, y la “guarra” del quinto, al
verlo seguramente todo al detalle en plena orgía, encima se reconcilia con el
sinvergonzón.
Ah, Lola, Lola…
La portera protestona, ex prostituta, que en el barrio pasa tan desapercibida ahora,
como una de esas jardineras mustias y apagadas que se ven por las esquinas, una
más, entre tanta gente, ay, Lola, Lola, nadie conocería hoy su oscuro pasado.
En realidad se pone moralizante, dedicando sus ratos de ocio a juzgar a la
bendita de la Carla, porque nunca la pudo tragar, porque ella, que de tanto
amar a su novio, se desvanece por momentos, y sería capaz de perdonarle incluso
el desliz, por tanto loco y enfermo amor que tiene en su corazón henchido de
caridad, como diría Fernando de Rojas, en realidad ella, la Carla nunca ha
podido sentir el amor como lo que la Lola supone que es, es decir, vicio. Puro
vicio y lujuria insanos, y nada más.
Todo lo más
que ha conocido ésta, en efecto, son los sórdidos lechos de que ya quedó muy
harta, y hoy tal vez echa a faltar alguna vez en una de esas noches mustias y
solitarias en que le embarga el deseo, todavía, aunque en forma de tibio y
lejano, evanescente amor. Por eso, cuando piensa en el niño, el impertinente, y
en cómo demonios habrá podido saber lo que sabe, después de tantos años, si
faltaban muchos todavía para que naciera, se da cuenta y esto la enerva y la
excita tanto que le entran ganas de huir de pronto: ¿Casualidad, videncia de
jardín de infancia, poderes sobrenaturales, sextos sentidos? Hijo del demonio, de Martin. Tal vez, tal vez…
Todo concuerda en el misterio del mal, el insondable demonio siempre presente,
haciendo de las suyas, como decía su madre, que en paz descanse. Pero Lola ha
tomado una decisión. Cuando los vea aparecer por la puerta, se meterá adentro
en la portería, hasta que pasen, así no escuchará al horrible niño. Nunca más,
nunca más.
El caso es
que un día Carla, por mera curiosidad, cuando ya Lola llevaba varios años en el
otro mundo, le preguntó a su hijo por qué cuando veía aparecer a Lola por aquél
entonces detrás del mostrador de la entrada, siempre, indefectiblemente se
ponía a cantar esa canción odiosa de Café Quijano. Y por qué encima lo hacía
tan rumbosamente, que no parecía siquiera él, un simple niño. Era algo que no
podía comprender, pero pensó que tal vez Juliancito le podría decir ahora,
después de tantos años, la razón. Incluso le amenazó con llevarlo de nuevo al
psicólogo para niños. Y Juliancito entonces, para su asombro, casi le provoca
un ataque a su madre en ese momento, al contestarle de súbito, con aire
misterioso y tranquilo:
-Es que a
veces veo…
-¡Qué es lo que ves, maldito niño, te voy a…!
-Furcias…
-¡Te voy a
dar…! ¡Toma, toma y toma! ¡Te lo has ganado! ¡Tú lo que eres es un
sinvergüenza!
En ese momento Carla se enfadó muchísimo, y le dio
varias bofetadas a su hijo, sin poder contenerse. Estaba hablando de mujeres,
estaba hablando de ella, como mujer que era. Entonces lo comprendió. Además le
amenazó y le dijo que lo llevaría al psicólogo otra vez, y que eso no lo volvería
a hacer nunca más. No lo podía comprender, pues ni Martín se parecía a Bruce
Willis ni el niño debería jamás haber hablado de aquél modo misterioso y
contenido, como si estuviera poseído por Satanás, como la niña del Exorcista.
Además, ¿qué tendría cuando era tan pequeñín contras las pobres mujeres que se
veían obligadas a ejercer la prostitución? ¿O es que a lo mejor Juliancito no
hablaba por boca de un niño por aquél entonces, sino a través de alguien oculto
bajo su frágil apariencia? Alguien muy relacionado
Tal vez un
día el niño se lo explicaría. Ya era bastante grande, no de tamaño, pero sí de
edad. De momento Carla sobrellevaba como podía su problema con Martín, pero lo
que estaba cada vez más claro para ella era que desde que la voz del niño
comenzó un día a transustanciarse y hablar
de aquél modo delante de la portera, Lola lo comenzó a mirar raramente al
pequeño Juliancito. Se quedaba muy callada cuando lo veía aparecer del brazo de
su madre, y, sobrecogida, muchas veces argumentaba cualquier excusa para irse
de allí. Lo hacía siempre, indefectiblemente. Decía que iba a fregar la
escalera corriendo, que no le daba tiempo, que se había olvidado del pan, que
no había comprado la lejía, y bueno, un sinfín de excusas y pretextos con tal
de escaquearse de su puesto de trabajo y no ver ni escuchar al pobre niñito. Y
en fin, en resumidas cuentas, el caso es que por hache o por be, ya no volvió a mencionar a otras cotillas el tema de Martín
y de los cuernos. Hasta que un buen día la Lola desapareció de la portería, y
del mundo para siempre. Ni por delante ni a sus espaldas aquella historia se
volvió a mencionar, ni la de la propia Lola tampoco, claro…
Fernando Gracia Ortuño
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