miércoles, 28 de noviembre de 2012

Carla, Lola, Martín, y el niño impertinente


  El hijo de Carla es vecino de escalera en esta inmensa y súper poblada urbe. Tiene sólo seis años, pero cada vez que ve a la portera de su finca, se pone de súbito a cantar la canción de Café Quijano: óyeme mi Lola, mi tierna Lola, mi triste vida es tu triste historia, pero qué manera de caminar, mira que soberbia en su mirar. Es algo extrañísimo, todo el mundo se da cuenta enseguida. Entonces Carla, sobrecogida por la transformación de la voz, lo coge en brazos, sumamente sorprendida, para callarlo. Aunque tuviera su gracia, cuando el puñetero se pone a cantar de esa manera el remate de la canción, ante el asombro de todos los presentes, llegamos al clímax del pasmo y el asombro generalizado: Es el tiempo de la arruga, que no perdona, es el tiempo de la fruta, y la pintura, que no perdona.



   Desde el mostrador de conserjería, Lola ni lo oye, o eso pretende hacernos creer, al girarse y pasar dentro de la portería, pues sabe que no es de esperar de un niño semejante ingenio y tanto mal deseo al prójimo, y, además, porque… ¡parece tan encantador! Para Lola la inocencia y la ternura no podrían reproducir la letra de la canción sino por la memoria y la pasión por la música de la inocente criatura. Sin embargo, Lola, al escucharla de boca de aquél niño juguetón, sin quererlo apenas, se remonta a sus años mozos, cuando comenzaba la carrera que la llevaría a conocer tantos hombres íntimamente en aquél barrio cochambroso. Claro, aquello es agua turbulenta, sobre todo pasada, que no se puede detener ahora a considerar mucho rato, mientras la pareja de madre e hijo suben en el arcaico a chirriante ascensor de más de cien años.
   Lola, la portera, se pone a pensar al cabo de unas horas. El tiempo ha pasado tan rápido. Y desde la visión del escalofriante niño la ha hecho meditar sobre el pasado. Por supuesto, está furiosa. Se detiene a meditar en lo ocurrido con Martín, cuando Carla lo pilló en la cama con otra. Lola piensa lo que tal vez jamás se le hubiera ocurrido a Carla en esas circunstancias. Pero sólo un momento, pues ahora que es mayor también se ha vuelto más moralizante, sobre todo con los asuntos de los demás. Y pensar en un trío le da cierta pereza. Además, ¡qué monstruoso, por dios…!
   Lo que pasa en estos casos, es que ahora la Carla le cae fatal, es joven, en plena efervescencia hormonal, o como lo quieran llamar, y la Lola ya va de camino al desguace sin ni siquiera poder asirse a un recambio de pago,  porque al verla los gigolós ponen pies en polvorosa, huyendo como posesos, corriendo que se las pelan sin apenas esperar a ver el dinero. ¡Pero mira que hay que ver lo caradura que es el Martín! ¡Y ella, qué golfa, qué impúdica, al aguantar sus engaños más flagrantes. Y no sólo eso, sino al continuar después con él, intentando por todos los medios solucionar el problema, seguir adelante con su amor, perpetuarlo con él a pesar de todo, ponerle remedio a la traición de esa manera tan indigna, perdonarlo! ¡Después de la espantosa visión! ¡Oh, Dios…! ¡Y con un niño en medio!
   Claro, a Lola, a su edad, ya todas estas cosas le parecen espantosas, odiosas, escandalosas. Ya no se acuerda de lo horripilante de la carrera de prostituta, cuando  empezaba, y los hombres de entonces, tan rudos siempre, ni siquiera daban las buenas tardes, iban directos a por faena, sin precalentamientos, sin delicadezas, sin nada. No sólo no usaban colonia, sino que en su sordidez se vanagloriaban a gritos, porque todavía no se lavaban como hoy, y lo veían de lo más normal. No, no había tanta higiene ni tanto control sobre los aspectos más recónditos y oscuros de la anatomía, y no sólo de la anatomía, sino de otras cosas mucho peore...
   La Lola, como ella fue prostituta durante tantos años hasta que encontró esta portería y pudo continuar viviendo del cuento, aferrándose con uñas y dientes a una paga, un techo y una vida social, lo ve todo desde la óptica más sórdida. Lo que pasa es que  ahora es una mujer respetable. ¡Dónde vas parar! Por eso cuando ve pasar a la que ella llama “La guarra del quinto primera!”  -“Ahí va la guarra del quinto, que ya llega la guarra, que viene, que baja, ahí viene la guarra, no, ahora que viene la guarra del quinto, a ver qué dice la guarra, que sube la guarra del quinto”-,  se acuerda del hecho sin falta: El Martín en la cama con otra, y la “guarra” del quinto, al verlo seguramente todo al detalle en plena orgía, encima se reconcilia con el sinvergonzón.
   Ah, Lola, Lola… La portera protestona, ex prostituta, que en el barrio pasa tan desapercibida ahora, como una de esas jardineras mustias y apagadas que se ven por las esquinas, una más, entre tanta gente, ay, Lola, Lola, nadie conocería hoy su oscuro pasado. En realidad se pone moralizante, dedicando sus ratos de ocio a juzgar a la bendita de la Carla, porque nunca la pudo tragar, porque ella, que de tanto amar a su novio, se desvanece por momentos, y sería capaz de perdonarle incluso el desliz, por tanto loco y enfermo amor que tiene en su corazón henchido de caridad, como diría Fernando de Rojas, en realidad ella, la Carla nunca ha podido sentir el amor como lo que la Lola supone que es, es decir, vicio. Puro vicio y lujuria insanos, y nada más.
   Todo lo más que ha conocido ésta, en efecto, son los sórdidos lechos de que ya quedó muy harta, y hoy tal vez echa a faltar alguna vez en una de esas noches mustias y solitarias en que le embarga el deseo, todavía, aunque en forma de tibio y lejano, evanescente amor. Por eso, cuando piensa en el niño, el impertinente, y en cómo demonios habrá podido saber lo que sabe, después de tantos años, si faltaban muchos todavía para que naciera, se da cuenta y esto la enerva y la excita tanto que le entran ganas de huir de pronto: ¿Casualidad, videncia de jardín de infancia, poderes sobrenaturales, sextos sentidos?  Hijo del demonio, de Martin. Tal vez, tal vez… Todo concuerda en el misterio del mal, el insondable demonio siempre presente, haciendo de las suyas, como decía su madre, que en paz descanse. Pero Lola ha tomado una decisión. Cuando los vea aparecer por la puerta, se meterá adentro en la portería, hasta que pasen, así no escuchará al horrible niño. Nunca más, nunca más.
   El caso es que un día Carla, por mera curiosidad, cuando ya Lola llevaba varios años en el otro mundo, le preguntó a su hijo por qué cuando veía aparecer a Lola por aquél entonces detrás del mostrador de la entrada, siempre, indefectiblemente se ponía a cantar esa canción odiosa de Café Quijano. Y por qué encima lo hacía tan rumbosamente, que no parecía siquiera él, un simple niño. Era algo que no podía comprender, pero pensó que tal vez Juliancito le podría decir ahora, después de tantos años, la razón. Incluso le amenazó con llevarlo de nuevo al psicólogo para niños. Y Juliancito entonces, para su asombro, casi le provoca un ataque a su madre en ese momento, al contestarle de súbito, con aire misterioso y tranquilo:
   -Es que a veces veo…
   -¡Qué es lo que ves, maldito niño, te voy a…!
   -Furcias…
   -¡Te voy a dar…! ¡Toma, toma y toma! ¡Te lo has ganado! ¡Tú lo que eres es un sinvergüenza!
   En ese momento Carla se enfadó muchísimo, y le dio varias bofetadas a su hijo, sin poder contenerse. Estaba hablando de mujeres, estaba hablando de ella, como mujer que era. Entonces lo comprendió. Además le amenazó y le dijo que lo llevaría al psicólogo otra vez, y que eso no lo volvería a hacer nunca más. No lo podía comprender, pues ni Martín se parecía a Bruce Willis ni el niño debería jamás haber hablado de aquél modo misterioso y contenido, como si estuviera poseído por Satanás, como la niña del Exorcista. Además, ¿qué tendría cuando era tan pequeñín contras las pobres mujeres que se veían obligadas a ejercer la prostitución? ¿O es que a lo mejor Juliancito no hablaba por boca de un niño por aquél entonces, sino a través de alguien oculto bajo su frágil apariencia? Alguien muy relacionado
   Tal vez un día el niño se lo explicaría. Ya era bastante grande, no de tamaño, pero sí de edad. De momento Carla sobrellevaba como podía su problema con Martín, pero lo que estaba cada vez más claro para ella era que desde que la voz del niño comenzó un día a  transustanciarse y hablar de aquél modo delante de la portera, Lola lo comenzó a mirar raramente al pequeño Juliancito. Se quedaba muy callada cuando lo veía aparecer del brazo de su madre, y, sobrecogida, muchas veces argumentaba cualquier excusa para irse de allí. Lo hacía siempre, indefectiblemente. Decía que iba a fregar la escalera corriendo, que no le daba tiempo, que se había olvidado del pan, que no había comprado la lejía, y bueno, un sinfín de excusas y pretextos con tal de escaquearse de su puesto de trabajo y no ver ni escuchar al pobre niñito. Y en fin, en resumidas cuentas, el caso es que por hache o por be, ya no volvió  a mencionar a otras cotillas el tema de Martín y de los cuernos. Hasta que un buen día la Lola desapareció de la portería, y del mundo para siempre. Ni por delante ni a sus espaldas aquella historia se volvió a mencionar, ni la de la propia Lola tampoco, claro…


Fernando Gracia Ortuño

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jueves, 15 de noviembre de 2012

Hipocondríaco

   Dice el médico que soy hipocondríaco. ¡Qué sabrá él! Lo que pasa es que estoy enfermo del corazón, yo lo sé mejor que nadie este hecho. ¿Así que qué sabrán los psicólogos de cardiología? ¿Eh? ¡Díganmelo! Recuerdo que a los diez y ocho años me dio un mareo por la autopista, con el calor que hacía, y lo supe desde ese preciso momento. Uno siempre es su mejor médico, como decía mi padre. Italia acababa de ganar el mundial, y yo iba saludando los coches por la autopista cuando hacían sonar sus cláxones al pasar junto a mí, pero ninguno paraba para recogerme. Fue como hacer la mili. Pero al final llegué a mi destino, a Málaga, a más de mil kilómetros de distancia.
   Hace tantos años de todo aquello. Ahora sé que en cualquier momento me puede volver a dar aquél mareo inicial de mi enfermedad. Aunque no sea del corazón propiamente, este colesterol tiene también sus colapsos mentales en forma de ictus que sé que en cualquier momento también me puede dar. Pero lo peor son las enfermedades respiratorias. Por eso no salgo de casa y he perdido el trabajo. A lo mejor es una tontería, pero más vale prevenir que curar.
   Estoy en estos precisos momentos tratando de levantarme del lavabo, me está dando otro ataque, lo sé, puedo predecir los síntomas. No sé si es un ictus o un ataque al corazón, pero estoy siendo paralizado por un colapso producido en los vasos sanguíneos y moriré en breve, sin acabar de recitar mi poema favorito de Bukowsky. Pero me han dicho que es un buen truco, recitar, recitar, hasta el fin, es la única manera de pararlo, por dios: “La carne cubre el hueso y dentro le ponen un cerebro, y a veces un alma”. No puedo seguir recitándolo. Me quisiera levantar, pero voy a morir ahora, lo sé, poner música dance, una discoteca, eso quisiera antes de…, y por favor, que no venga mi novia y me encuentre en el lavabo así…, me subiré los pantalones, tengo que hacerlo tengo que conseguirlo, por dios, es lo único que le pido a esta muerte que se acerca, antes de sea… pero ya oigo el timbre, no, es ella: ¡nooo! A pesar de todo, sigo vivo, ahora encima se está cachondeando de mí, ya se me ha pasado, y ella sigue allí en el sofá, hojeando su revista “Hola” del año 82, justo cuando el mundial. ¡Qué casualidad!

Fernando Gracia Ortuño

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