martes, 2 de abril de 2019

Una especie de mafia


Había pasado la mañana en el gimnasio del barrio, en mi ciudad, Barcelona, haciendo cardio y sudando como un pollo; así que estaba considerablemente reventado. En los vestuarios, un reducido pelotón de filósofos se había enzarzado en una trifulca ideológica sobre el existencialismo de Sartre y Camús, comparándolo con el Vitalismo de Nietszche, y toda aquella algarabía de gritos y acusaciones verbales mientras se cambiaban, pululando frenéticamente de un lado a otro del inmenso vestuario, replicando y aludiendo a todo tipo de nombres extraños, me había acabado afectando a los nervios. Así que salí a la calle escopetado, con el ímpetu irreprimible de un poseso. Apenas pude escuchar el saludo de la secretaria en el mostrador, aludiendo en broma, como siempre, a mi profesión: “Hasta luego, detective”.
    Llegué al despacho de la Gran Vía sobre las cuatro y media. Alta, rubia, de aspecto juvenil, la nueva clienta estaba esperándome en el hall de la entrada. Ya habíamos estado hablando por teléfono el día anterior, por la mañana. Parecía muy angustiada. La saludé, tratando de infundirle ánimos. Apenas si me respondió. Subimos por el ascensor hasta el ático. Su expresión preocupada no varió en todo el recorrido. Cuando llegamos al despacho le ofrecí café. Lo rechazó. Ya me había contado a grandes rasgos el motivo de su consulta. Ahora había que entrar en detalles. Se puso a hablar de pronto, con cierta premura, como sin venir a cuento, en cuanto se sentó al otro lado de la mesa de mi despacho:
    —Escuche, no tengo mucho tiempo. Ya le conté ayer lo ocurrido. Mi hijo ha hecho una locura, me llamaron del hospital hace unos días. Se había tomado unas pastillas. El caso es que había estado contándome tiempo atrás algunas cosas ocurridas en su trabajo. Creo que le han estado gastando alguna broma pesada. Cuatro hijos de puta bien colocados. Él no se lo quiere creer jamás. Nunca se imagina nada raro. Cosas de parejas sucesivas, historias de novias, roces, amoríos y rupturas que a mí jamás me hubiera contado, pero de los que me he acabado enterando por medio de una amiga que trabaja allí. Todo esto que él imprudentemente iba contando en el trabajo, tal vez pensando que estaba en presencia de algún amigo, no suele ser habitual. Y yo, que si una cosa he aprendido en esta vida es que en el trabajo no hay amigos, le hubiera podido aconsejar, pero a mí no me ha escuchado nunca. Estoy convencida, por otro lado, que le habían estado haciendo la vida imposible, por las cosas que me contó mi amiga. Las burlas, las ironías. Se había convertido de la noche a la mañana en una especie de hazmerreír recurrente en esa cocina de hospital. Pero todavía no le habían mordido con la bellaquería que es capaz la gente. Se rebeló finalmente, hace unos meses, agrediendo a uno de estos energúmenos. Se liaron a tortazos o empujones, no sé bien…. Desde entonces no ha parado de tener problemas. Es más, se le han incrementado, sin que él sea del todo consciente. Porque se imagina que la vida laboral es como en el colegio cuando era niño, y que las cosas se olvidan fácilmente. Y no es así. Se burlan en su propia cara, con lo bueno que es… Ahora más, claro. Le hacen el hueco, no le tratan como al principio, le dan los peores trabajos por la bronca que armó, lo cambian de sitio a cada momento, sin decirle bien lo que tiene que hacer, lo sobrecargan de faena, hablan a sus espaldas. En fin, que como desde hacía un tiempo lo estaba pasando mal por culpa de sus desengaños amorosos, (y encima lo contaba todo en el trabajo a modo de desahogo, sólo por ver si alguien le podía aconsejar, o ayudarle tal vez a encontrar pareja), esa gentuza se empezó a ensañar todavía más con las bromas, mofándose de él implacablemente, con lo sencillo y bueno que es. Se cachondeaban de él siempre que aparecía, le comenzaron a lanzar indirectas del tipo más soez, se burlaban de sus carencias afectivas, le recriminaban, sobre todo, el que buscara pareja por internet, o que se fuera a otros países por reclamos de alguna mafia de estas que salen en los telediarios. Con él, en poco más de un año, todo se convirtió, del buenrollismo y la broma del principio, a la burla y escarnio más despiadados y crueles de hasta hace poco. Sin embargo, este no era el único problema. El problema principal era que él le quitaba hierro al asunto. Se lo echaba en cara a sus propios errores, que no podía evitar. Estoy segura que piensa que el irremediable es él. Pero no debería contar esas cosas. Lo cree un momento, pero enseguida se le olvida, en cuanto vuelve a verlos y siente la necesidad de hablar. Se imagina que ese alguien es el más apropiado. Al final lo tengo ingresado en urgencias. Está desintoxicándose por unas pastillas. La trifulca estaba esperando, y una vez que se reveló ya no había vuelta atrás. Hizo que la cosa se pusiera cada vez peor. Se multiplicaron las burlas, los escarnios, las mofas, todo lo malo… En fin, me gustaría denunciar, pero no sé qué se podría hacer. Créame, se enfrenta cada día a una especie de mafia, una mafia muy difícil de incriminar, como comprenderá, porque él no lo sabe.
    Tanta información de golpe, a pesar de conocer el asunto, me apabulló durante unos instantes.
     —Sí, lo sé perfectamente, pero déjeme pensar… Escuche: ¿No le importaría que me introdujera en esa cocina para obtener pruebas y luego llevarlas a su abogado? Creo que se podría ganar el caso, introduciéndome en esa cocina para conocer el ambiente y recabar todas las pruebas irrefutables. Tengo un contacto en Inspección Laboral que me conseguiría un contrato sin mucha dificultad. Trabajaría allí unos días, si fuera preciso. Como uno más.
    —¡Ah! ¿Se puede hacer una cosa así? —me preguntó, alegremente sorprendida—. Iría de fábula, por supuesto que sí…
    Parece que la tristeza y el mal rollo de hacía escasos minutos se le habían desvanecido de la cara como por arte de magia. Me alegré por ella, sobre todo cuando vi el fajo de billetes de los honorarios delante de mí. Me despedí de mi cliente mientras la contemplaba sonreír. Enseguida llamé a mi contacto de la Seguridad Social. Todo se solventó en menos tiempo del que pudiera imaginar. Desde Inspección me comunicaron además que estaban al tanto del proceso legal levantado y que en breve se iniciaría el procedimiento reglamentario.
    Cuando llegué a mi nuevo “puesto de trabajo”, una cocina inmensa y llena de personal de todo tipo y categoría, enseguida me di cuenta de que allí la peña no hablaría ni aunque le retorcieran la nariz con un tornillo mecánico mientras le sacaban la piel a tiras con unas tenazas. Era un gremio demasiado cerrado, lo sabía, no se comprometería nadie. Así que tuve que recurrir a mis dotes dramáticas. Primero me puse a hacer un poco el payaso. Se me da bien contar chistes. Desde siempre. La gente aquélla, pulcramente vestida de blanco y con gorritos y calzados al uso, comenzó a fijarse en mí. Tenía que encontrar un aliado, una especie de cómplice en los primeros días de batalla. Me corté ligeramente un dedo con el cuchillo de cocina en un despiste, y lo aproveché para llamar un poco la atención del personal. Así que me puse a hacer grandes alharacas al respecto. Pobrecito de mí, parecía que casi estaba a punto de desmayarme. Se reunió un buen número de curiosos, esperando tal vez que me hubiera hecho un buen tajo, o por lo menos que me colgara alguna extremidad. Enseguida vino el encargado, un tal “Tonino” al que todo el mundo llamaba “Mascarpone”, y me tiró unos apósitos de muy mala manera, supongo que para que me curara. Bufaba más que hablaba, se notaba su descontento con el nuevo. A él no le pregunté nada, sólo me dispuse a curarme y continué picando cebolla sin dirigirle la palabra y como si semejante imbécil no hubiera existido jamás, esperando que se largara lo antes posible. Cuando lo hizo, por fin pude desplegar mi estrategia. Había dos ayudantes en el cuarto frío. Uno de ellos, el más grueso, me pareció el adecuado, así que en el descanso me acerqué a él en la cafetería. Pedí mi cortado mientras me situaba estratégicamente a su lado en la barra, como el que no quiere la cosa, y después le solté de sopetón:
    —¿Sabes que el Jordi se ha suicidado?
    Dicho de aquella manera, lo pilló desprevenido. Pero hizo una mueca a modo de sonrisa displicente. No pudo por menos que sorprenderse. Era un hombre de aspecto rechoncho, dotado de una mirada a la vez decidida y resuelta. Su voz era grave, como de barítono. Al instante me preguntó cómo había sido eso. Se lo expliqué. Y luego él volvió a preguntar:
    —¿Estás hablando en serio? ¿Todavía está vi…? —no acabó la frase, vi que desconfiaba. Entonces, cuando iba a añadir algo más, le interrumpí:
    —Bueno, no está muerto. Sólo en coma. ¿De manera que no sabéis nada? ¡No me lo puedo creer! Acabo de hablar con su madre. ¡Qué extraño todo! Pero… ¿Cómo le iba a él por aquí? Tenemos tiempo, ¿no?
    —Tenemos media hora. Escucha, no sé quién eres, me sorprende lo que ha hecho el tonto este. Suerte que sigue vivo, por cierto. Pero es raro. Sus titis deben estar contentas. Te diré una cosa: en el trabajo no se puede estar contando cosas de tu vida privada. Él siempre anda presumiendo de todo tipo de esculturas que se liga por internet. Lo sabe todo el mundo. Ya sabes, gente sin escrúpulos, mafias rusas, búlgaras o rumanas que campan a sus anchas por aquí. Putas de medio pelo que le sacan los cuartos con la mayor desfachatez. No sé qué tipo de persona se deja engatusar de forma tan estúpida, la verdad. Es tonto de remate. Todo el mundo lo sabe, es un gañán que tira el dinero en viajes al extranjero, organiza fiestas y orgías privadas, regalando su dinero a prostitutas, dejándose robar a mansalva, y todo única y exclusivamente por echar un polvo; que bien podría echarlo por aquí, joder, sin necesidad de irse a la quinta puñeta a que le roben.
     —¿Pero ha ocurrido algo últimamente? ¿Había habido alguna trifulca con él anteriormente?
    —Bueno, qué quieres que te diga... Es un tipo raro, un bicho que anda presumiendo siempre de tener a las mejores chicas. Enseña fotos comprometidas, morbosas, sucias. Luego lo dejan tirado, y claro, rompe a llorar como un niño, el desgraciado, con casi cuarenta años. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta? ¿Será posible? La gente se ríe en su cara, no se lo toma en serio. El otro día se liaron a guantazos por una broma relacionada con una de estas negras que le había desplumado, e incluso le robaron el móvil y casi se queda tirado en Nigeria, sin dinero, novia, ni pasaje. El tipo la emprendió entonces a hostias con el Tonino, el jefe, que es un gilipollas de mucho cuidado. Es un tiparraco que, si te llama chulo de mierda, gandul o hijo de puta, haciendo ver que no lo dice en serio, aunque lo diga, te tienes achantar, es como una broma, no darle tantas vueltas al asunto. Si te dice tonto del culo, chuloputas o pagafantas, pues ríete, joder, y olvídalo... Que te dice retrasado mental, pues ponte a hacer el mongólico, gritando como un loco, arma un escándalo de cojones, vocifera como un subnormal y ríete con él de ti mismo, convirtiéndote en tu propia caricatura. Pero no montes un espectáculo como el que montó él, por el amor de dios, que aquí venimos a trabajar, no a montar un cirio del copón. Luego encima va el tío y llama a la jefa suprema para hacerle un parte. Fue descojonante, tío. Va el tipo y reúne a toda la magistratura oficial a fin de que deje de llamarlo lo que le salga de los cojones. Joder, tío, pero si el tipo se lo va buscando. Es un tipo raro, ya te digo. Quiere involucrar a la gente, que den la cara por él, le apoyen y pongan la mano en el fuego por él. Él, que no se dedica más que a remolonear y traernos problemas, y, lo que es más: restregarnos a sus tías macizas por los morros, el hijo de puta. Ya te digo, es un caso. Todo el mundo se ríe cuando aparece por aquí. Es el alma de la fiesta, pero en ridículo y grotesco. Tanto en el careo delante de la jefa, como en los testimonios particulares de después, tuvo, y tendrá siempre, las de perder. ¡Claro!  ¿Y sabes por qué?
    —¡Porque es un chuloputas! ¡A que sí! Sí, pues, ¿sabes?: ha puesto una denuncia. Él no, su madre   —solté, sin más, como el que no quiere la cosa. En ese momento los que teníamos detrás, más de diez oyentes subrepticios que habían estado poniendo el oído a cierta distancia, con el ojo avizor en nuestra tertulia espontánea, se comenzaron a manifestar de pronto. Los supuestos compañeros del sujeto éste, que, entre expresiones de asombro, indignación, reproche y desquites de todo tipo, al final, en lugar de compadecerlo, habían comenzado a insultarlo también al unísono, con la mayor de las bellaquerías, así, espontáneamente, como si se tratara de la bestia negra del sucio cuento maniqueo que acababan de montarse entre todos para denigrar a su enemigo público número uno. Tanto fue así, que hasta yo mismo tuve que poner pies en polvorosa, antes de que las acometidas acabaran por afectarme, sin que tuviera en ello ni arte ni parte. Un griterío vil e inhumano inundó toda la sala de la cafetería, (de unos doscientos o trecientos metros cuadrados por lo menos), una monstruosa infamia de voces altisonantes retumbó de pronto en medio de una tormenta de acusaciones odiosas, insultos, amenazas de muerte y abyectas referencias que me colapsaron durante unos minutos, quedando luego a mis espaldas, adheridas a mí como escupitajos repugnantes proferidos por la clase de chusma más rastrera, en una carrera frenética de huida hacia la calle, lejos, muy lejos, lo más posible, del aquél lugar infecto, de locos.
    Por suerte, pensé, tenía bastante material como para empapelarlos. Lo había filmado todo, los tenía cogidos por los cojones, me repetía una y otra vez, todavía indignado y nervioso por aquella tropelía de insectos gigantescos que se había abalanzado sobre mí, como si de una alimaña se tratara. Los vamos a empapelar, me repetía una y otra vez. Se lo hice saber a mi clienta, cuando, ya repuesto, me llamó por la noche.
    —Así lo haremos, con esta mafia de mierda   —afirmó ella entre risas—.  Se van a cagar por las patas abajo.



Fernando Gracia Ortuño

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