Puedo verlos agitarse y saltar desde la rendija de la
valla. Se han hecho cruces bajo una hornacina, han orado devotamente, poniendo
cara de admiración, justo cuando ha sonado
una explosión. En cuanto han abierto la empalizada todos hemos salido en
estampida tras de ellos. Estoy asustado. Las primeras calles no estaban tan
confluidas, pero a partir de una curva el sonido y la agitación se han
multiplicado. Alguno de mis compañeros se ha puesto nervioso cuando les
sacudían el lomo con sus periódicos y esto ha incrementado la velocidad, otro
se ha caído contra los tablones y unas luces instantáneas nos han deslumbrado
en medio de todo el griterío. Hay gente por todas partes. En mi vida solariega
en la dehesa había vista tanto bullicio. Es todo tan novedoso y divertido.
Algunos bípedos vocingleros beben de unas jarras macizas y transparentes,
mientras otros se precipitan, festejan y ríen alborotadoramente, Los más van
vestidos de blanco y rojo con un envoltorio en la cabeza mientras se lanzan
como locos en pos y delante de nosotros. Nos persiguen, los perseguimos, nadie
sabría decirlo. Al final del recorrido, al entrar a trancas y barrancas en una
inmensa plaza arenosa, han empezado los lances alrededor. Gritos,
exclamaciones. Mugía fuerte rodeado de gente, pero nadie abrevaba, sino de esas
extrañas jarras relucientes. Parece como si el espectáculo los extrajera
fuera de sí mismos para correr y hacer lo que nunca hacen, sacudiéndose el aburrimiento…
Fernando Gracia Ortuño
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