Gilberto Ramplón, cuyo solo apellido y nombre ya
bastantes dolores de cabeza le habían causado hasta la fecha, se acercó
taimadamente, con mirar huraño e inquisitivo, a la mesa de trabajo número dos.
Llevaba tantos años trabajando en la empresa que enseguida se olía los malos
rollos. Sabía que su ayudante se estaba choteando por lo vagini en cuanto le
vio. De qué, era un misterio, pero daba igual, ¡se estaba choteando delante de
sus propias barbas!, y eso era suficiente para llamarle la atención bajo
cualquier nimio pretexto que enseguida encontraría.
Efectivamente, lo encontró nada más mirar la mesa del ayudante y descubrir
que no colocaba bien el material en las cajas prefabricadas. De malos modos, y
tratándolo como a un principiante negligente, comenzó a reprenderle sádicamente
como cuando a él de aprendiz le reprendían, atosigándolo hasta la exhasperación.
Recordó fugazmente todas aquellas escenas de crueldad, y usándolas ahora como
armas, acabó humillando al ayudante delante de los demás compañeros. Tal como
habían hecho con él, exactamente con el mismo modus operandi.
Para sentirse mejor, sí, por si cuando llegaba se hubieran estado riendo
de él a sus espaldas, de su nombre, y lo que es peor, de su mote, que sólo los
eventuales, que duraban cuatro días, se atrevían a vociferar a todo reír,
a mandíbula batiente, con escarnio y para callado regocijo generalizado.
Sabía que lo tenía en el punto de mira desde el mismo momento en que un día,
hacía años, le contestó de tú a tú, como si los desmanes y tropelías y malos
modos, como si las groserías y los insultos que le propinara tuvieran una
respuesta no acorde con su posición de “novato”, y por el contrario se atreviera
a rechistarle por encima de su amor propio, como un igual más, y no un
inexperto, que es lo que pensaba Ramplón, también llamado “El derriba palés” por
la mayoría de los trabajadores del centro comercial.
-¡Que eso no se coloca así! -le espetó de súbito a su ayudante, para ver
si con los malos modos se revelaba y por un casual le contestaba mal, con el fin
secreto de tener motivos para hacerle un parte de mal comportamiento a los
superiores.
-¡Siempre se han colocado las cajas de esta manera, parece mentira que no
lo sepas a estas alturas! -gritó con todo el desprecio que pudo reunir en su voz
intrigante y cascada por muchos lustros de cazallas y carajillos, a primera hora
de la mañana, en el viejo bar de su barrio.
-Sí, tiene razón, disculpe, ahora lo haré mejor… -le contestó el ayudante,
mientras colocaba el material dentro de las cajas tal como “El derriba palés”,
le había dicho-. Por cierto, tenga cuidado con el palé que tiene aquí al lado,
señor, no vaya a derribarlo sin querer, y tengamos un contratiempo.
Por un segundo, mientras el ayudande esbozaba una sonrisa escéptica y
triste, ”El derriba palés” lo miró a los ojos, sin comprender, y se acordó de
cuando era un novato y todo el mundo se reía cuando derribaba los palés con el
toro elevador, mientras sus jefes, como él mismo estaba haciendo en esos
momentos, lo reprendían injustamente, sin compasión, fríos y con clara y
calculada crueldad… Pero enseguida su idea en el recuerdo lejano cambió de
rumbo, enfrascado como estaba en hundir a su rival sin la más mínima
compasión.
Fernando Gracia Ortuño
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